domingo, marzo 21, 2010

Cinco mil kilómetros tras la noticia


Terremoto de 8.8 grados en las escala abierta de Richter. La notica copaba los inusuales noticieros de la mañana de sábado 27 de febrero. Las alertas se dispararon y de un brinco estaba frente a mi computador en busca de más información.

La sensación que invade a quienes tenemos la formación periodística, ante hechos como este, es de urgencia. Tomo el teléfono, llamo al director de EL TIEMPO y conversamos de la urgencia que ahora ya es mutua: se trata del quinto peor terremoto de la historia. Pactamos un encuentro urgente a media mañana. No había tiempo que perder.

Internet, esa hermosa herramienta sin la cual hoy por hoy no sabríamos qué hacer en este campo periodístico, nos aclara el panorama. No hay vuelos directos a Santiago de Chile, donde un terremoto ocurrido a las 03:00 afectó la torre de control y la terminal aérea; sin embargo hay alternativas inmediatas, como el vuelo que a las 21:30 de ese sábado salía desde Tumbes con rumbo a Lima, desde donde podría transferirme en otro vuelo a Tacna, en la frontera con Chile. Y de allí en adelante ya veremos.

A las 14:00 abordo un bus directo a Tumbes, a donde debía llegar a las 20:00, lo que me daba tiempo para embarcarme en un vuelo de LAN con destino a Lima. Mientras tanto monitoreaba las noticias a través de mi computador portátil de ocho pulgadas con acceso a internet vía modem ADSL que permite enlazarse a la red desde cualquier lugar.

Pero ocurrió lo insospechado. Un aguacero muy fuerte inundó varias zonas de la ciudad, entre ellas el sector de la Feria Libre, donde el bus interprovincial perdió una hora por el embotellamiento. Además allí debía recoger a más pasajeros en medio del caos de la inundación.

Para cuando llegamos a Tumbes, las balizas de navegación del avión de LAN que tomaba rumbo a Lima, eran visibles desde el camino al aeropuerto. Un nuevo vuelo solo era posible hasta el miércoles siguiente, y la noticia no podía esperar tanto.

Debía tomar el plan B: un recorrido de 22 horas en bus hasta Lima, desde donde retomaría el proyecto inicial de los vuelos domésticos. Sólo que el primer “bus cama” partía a las 16:00 del domingo. En este punto, y en condiciones como éstas, es cuando a un reportero se le plantean decisiones fundamentales: abortar o seguir adelante. Regresar para evitar el fracaso de una empresa que implicaba la inversión de dinero y tiempo, o hacerle frente a lo desconocido en una ruta totalmente nueva.

Pero la decisión estaba tomada. Viví la angustiosa espera de ver el lento pasar de las horas hasta el tiempo de salir hacia Lima y cubrir los 1.250 kilómetros de Panamericana, bordeando las azules costas del Pacífico.

La verdad es que el viaje no es nada aburrido. El sol del atardecer ofrece un espectáculo único y uno entiende la íntima relación de los pueblos aborígenes con la pesca, el comercio a través del mar, la similitud de dos pueblos hermanos. Aunque entre reflexión y reflexión uno se distrae con las películas de extrema violencia o el insoportable reggaetón a todo volumen que en la oscuridad de la noche lo convierte al bus en una solitaria “chiva” del camino en cuyo interior no todos vamos contentos.

La ubicación de la Terminal Los Olivos, al sureste de Lima, me daba tiempo solamente para tomar un taxi rumbo al aeropuerto internacional Jorge Chávez, a donde llegué cerca del mediodía del lunes. Cuando en el counter de Peruvian Airlines consulté sobre un cupo a Tacna, en el extremo sur del país, faltaban cuatro minutos para el cierre del vuelo. Así que fui el último en abordar.

Desde los diez mil pies de altura, Perú no dejaba de mostrarse como el desierto que inició apenas dejé la provincia de El Oro. Kilómetros y kilómetros de dunas de arena; por allí una pequeña pista que calculé sería la del pueblo de Nazca. Hasta que una hora y media después, luego de atravesar otros 1.250 kilómetros, el piloto anunciaba el aterrizaje en el aeropuerto internacional de Tacna, justo en medio de la nada.

El paso de la frontera entre Tacna, al sur del Perú, y Arica, al norte de Chile por el control migratorio de Chacalluta, toma aproximadamente una hora. Por lo que la noche empezó a sorprenderme en la terminal terrestre –los vuelos estaban suspendidos hasta el miércoles próximo- en busca de un cupo por vía terrestre directo a Santiago de Chile, 2.300 kilómetros más al sur.



Pero la demanda era tan alta, pues miles querían visitar a sus familiares en las zonas devastadas por el terremoto y el tsunami, que solamente había disponibilidad para destinos intermedios. Así que fui a Iquiquie (cuatro horas de viaje); luego a Antofagasta (seis horas de viaje) y finalmente conseguí el ansiado cupo directo a Santiago (19 horas de viaje). Afortunadamente en todo este recorrido me acompañó Heinrich Böll con su reconocida obra, Opiniones de un payaso.

La tarde de aquel miércoles 3 de marzo, la primera réplica del terremoto del 27 de febrero que logré sentir fue en la Terminal Central de Santiago, justo cuando me enteraba que para llegar a la zona del epicentro faltaban 14 horas de recorrido por tierra. Si había viajado cuatro días seguidos para llegar a donde estaba, no me dejaría vencer por 519 kilómetros más sentado.



Una vez en Concepción, donde me vi rodeado de tanta desolación y destrucción, un sentimiento de angustia me invadió: parecía el final de una gran aventura, pero en realidad la tarea recién empezaba. Era como si después de cuatro días, con sus noches, dentro de un estadio, recién se escucha el pitazo inicial de este partido periodístico con los hechos como rival.



No todo es sacrificio en el oficio periodístico. Oportunidades como la cobertura del terremoto de Chile le permite a uno reencontrarse con viejos amigos y estar expuesto a su solidaridad. Como la de Cristian Cáceres, ex técnico informático de EL TIEMPO y hoy radicado en Santiago, con quien recorrimos las calles de Santiago hasta las 03:00 en su auto en busca de las historias del terremoto.

O con Mario Naranjo, colega quiteño instalado en esta capital como editor de la agencia Reuters, que a más de su amistad y consejo me brindó un paquete de sobrevivencia alimenticia y una funda de dormir. Ambos compartimos durante cuatro días y sus noches el piso de una estación de bomberos de Concepción.

O la oferta generosa de Ramiro Pellet Lastra, reportero de la Agencia Francesa de Prensa –AFP-, con quien vivimos largos recorridos en su vehículo por los puertos de Talcahuano, Tomé, San Antonio y otros. A la generosa mano de Freddy y Marcelo Jadán.

A todos ellos, muchas gracias.



Solamente dos medios escritos del Ecuador estuvieron en Chile: EL TIEMPO y El Comercio, y tres canales de Televisión: Ecuavisa, Teleamazonas y Ecuador TV, cuyo equipo viajó con el presidente Rafael Correa.

Fueron cinco mil kilómetros detrás de una noticia, y la confirmación de que toda gran travesía, empieza con el primer paso.