viernes, octubre 02, 2009

¡Y quién dijo que necesitamos una ley!



Francisco ejerce el periodismo, y quiso aprovecharlo para llegar a ser diputado. Él integraba la “lista negra” de un medio local, por lo que nadie podía exhibirlo en esas páginas. Un día, presionados por la inoperancia de un fotógrafo que hizo una única toma, pusieron la gráfica de un candidato presidencial acompañado del personaje vetado. Para no transgredir la prohibición, con la ayuda de un programa de edición gráfica, colocaron cabello en la calva de Francisco.

Carlos es un indígena activista y antiminero. Está en la misma lista que Francisco. Abogado, con postgrado en derecho ambiental, se lo invisibiliza desde hace una década. Los dueños de ese medio deciden quiénes salen y quienes no en las páginas de su diario.

Francisco y Carlos necesitan una ley que garantice sus derechos para acceder a medios privados, y los ciudadanos una que impida que los periodistas se aprovechen del oficio para llegar a ser diputados.

Marco es un reportero deportivo muy comprometido. Nunca rehúsa una asignación, por lo que investigar casos de corrupción en la construcción del Centro de Alto Rendimiento de Cuenca no fue la excepción. Durante varios días el compromiso de Marco se estrelló contra las puertas cerradas, documentos incompletos y muestras de desprecio de dirigentes. Documentos públicos inesperadamente recibían la categoría de “clasificados”.

Reporteros como Marco necesitan una ley que garantice su derecho a acceder a la información pública.

A Badillo lo sientan frente a un detector de mentiras cuyos resultados pocos países los consideran pruebas concluyentes en procesos de investigación. Acusado, juzgado y sentenciado por complicidad en la desaparición de dos jóvenes colombianos, Badillo asiste a un show televisivo cuyo promotor dicta sentencia: inocente. Badillo, con un estilo deportivo y con lágrimas en los ojos dice: ¡gracias país..! Pero Badillo no está libre de culpa solo por prestarse al show, ni tampoco ha explicado aún lo que ocurrió con Jaime Otavalo, un detenido que fue investigado por él.

La memoria de los hermanos Restrepo – y de Otavalo- merecen una ley que les haga justicia.

Guido tomó una decisión temeraria: a sus 38 años, soltero y vinculado a la masonería, bebió una copa de cianuro líquido mientras en la sala de su casa escuchaba la ópera Rigoleto, de Giuseppe Verdi. Sus familiares evitaron la escena a su madre, Blanca, y solamente unos agentes ingresaron, tomaron pruebas, datos y fotos. Al día siguiente, en un vespertino, la foto captada por el agente y entregada a una reportera apareció a cinco columnas con un titular que decía: Ebrio se quitó la vida. Blanca no pudo recuperarse y se dejó morir por inanición: un mes después del suicidio se reunió con Guido. Madre e hijo merecen una ley que impida que violen su intimidad.

La semana anterior me telefoneó un periodista para entrevistarme sobre los proyectos de ley de comunicación – que deberían ser de medios, pues la comunicación es un espectro mucho más amplio - y le dije que le respondería solamente si dejaba de llamarme de su celular personal y lo hacía desde uno facilitado por su empresa. Hasta ayer esperé la llamada.

En verdad, todos necesitamos una ley que vele por nuestras obligaciones y nuestros derechos.