jueves, marzo 25, 2010

¿Quién asesinó a Efrén Yaguachi?


“Mi familia son ustedes”. Era una de las frases de agradecimiento cuando recibía el pago por el lavado del vehículo que, a veces, su propietario no lo había solicitado.

Su hábitat en los últimos 17 años era los parqueaderos de la Universidad de Cuenca. Llegó de la mano de un profesor que vacacionaba en las playas de Atacames, quien pensó que acá tendría mayores oportunidades. Y en cierta manera las tuvo.

“Lleva un pantalón sucio y mojado, una camiseta que da la impresión de que algún día fue blanca, unos zapatos de tela, una cruz de madera que le cuelga del cuello y una franela roja al hombro”. Así lo describió una alumna de comunicación social, en el periódico de prácticas de la Escuela de Periodismo.

Efrén tenía unas manos enormes. Las golpeaba constantemente una con otra cuando intentaba vencer su tartamudez para contar una parte de sus penas, de su necesidad de reunir 36 dólares para la dosis de insulina que duraba tres días. Cuando tenía 6 años su madre murió por esa enfermedad, y por la pobreza; nunca conoció a su padre. De Esmeraldas se trajo “el dulce recuerdo que me dejó mi mamá: la diabetes”.

En las noches escuchaba la cajita de música que le regaló la abuela y pensaba en el hermano gemelo, de quien nunca supo nada.

Muchas veces lo encontré en los pasillos de la vieja Facultad, en cuclillas, llorando como un niño porque el cielo había descargado lluvia, y no podía lavar los vehículos. Entonces pasaba por las aulas extendiendo sus enormes manos para reunir esos 36 dólares. Y mostraba sus brazos llenos de diminutos pinchazos, como una prueba de que su necesidad era urgente.

Pero Efrén desapareció el 12 de febrero anterior y nada se supo sino hasta tres días después. Lo encontraron muerto, dentro de un saco de yute, con varias heridas en su cabeza y flotando en el río Tomebamba, cerca del puente Centenario, justo frente a la que fue su casa en los últimos 17 años. Estaba semidesnudo, con su crucifijo de madera al cuello; un diario sensacionalista tituló así la noticia: ‘Flotó en calzoncillos en el Tomebamba’.

Fue un buen hombre. Y, estoy seguro, nunca se sabrá por qué murió de esa forma. Ni quiénes fueron sus verdugos. La Policía nunca organizará una rueda de prensa para anunciar el cierre del caso; ni tampoco habrá un fiscal que sienta que aclarar ese asesinato es su responsabilidad.

Ni tampoco aquel diario sensacionalista retomará la historia, que la construyó con lugares comunes como: “Al verificar el hecho, los agentes policiales rescataron el cadáver”, “los uniformados presumen que el desconocido fue atacado primero”, “El Fiscal de turno ordenó el levantamiento del cadáver”, “Elementos de la Policía iniciaron las pericias para aclarar las causas de la muerte”.

En Cuenca hay muertes violentas que se han quedado sin una explicación convincente. Como la de Celso Fernando Freire Solano, de 52 años, asesinado en un parqueadero; o la de Walter Ludergio Escandón Ochoa, de 39 años, muerto a tiros; o la del comerciante Germánico Benigno Bravo Jara, de 61 años, asfixiado en la sala de su casa.

Nada de eso está claro. La Fiscalía está en otro capítulo y la Policía… la Policía bien, gracias.

Artículo publicado en EL UNIVERSO