viernes, marzo 19, 2010

Guayaquil quichua


Por Fernando Balseca
Artículo publicado en EL UNIVERSO

Hace varios sábados el Presidente de la República increpó a aquellos mestizos porteños de clase media y alta que nunca se han sentado en la mesa familiar con un indio. Acaso para reparar en algo esta discutible omisión, a mediados de semana se revelaron detalles de la tragicomedia que protagonizaron los principales de la Junta Cívica de Guayaquil que llegaron para charlar con algunos dirigentes indígenas en la mismísima sede de la Conaie en Quito, en una visita que mezclaba el agua con el aceite y de la que se pensaba que podía surgir un gran pacto político. Este siglo XXI cambalache nos está deparando acontecimientos nunca antes vistos.

Ahora que estamos más enterados de los entredichos, quedó claro que la Junta Cívica practicó el peor de los oportunismos. Aunque dijo que trataba de brindar un respaldo total a la rebeldía de los indígenas, especialmente en lo que respecta al levantamiento anunciado, hay más de una razón para descalificar el propósito de este encuentro, pues lo que ha trascendido confirma la existencia de un sector tan recalcitrante que, incluso traicionando sus estilos de vida, está dispuesto por una vez a apoyar a los de poncho con tal de hacer más graves los aprietos en que se halla el presidente Rafael Correa. La irracionalidad va royendo cualquier ordenada convivencia.

Las personas preocupadas por el universo y la cosmovisión indígenas no tienen que volar a la capital. Si existe un genuino interés por los indígenas, basta circular por varias calles de la ciudad para comprender el desventajoso inframundo en que ellos habitan entre nosotros. Aunque solo el próximo censo podrá confirmar algunos datos empíricos que hoy se poseen, se cree que en Guayaquil habitarían más de 400 mil quichuahablantes, una cifra de mucho impacto, pues se trata de un gran conglomerado andino al pie del río Guayas, lo que debe ser asimilado como una inmensa riqueza humana y cultural que ojalá aprovechemos todos.

De confirmarse este guarismo –u otro menor, pero en todo caso muy significativo–, en el futuro cercano se podrá afirmar que la concentración quichua más grande del Ecuador está en Guayaquil. ¿Cómo han enfrentado esta realidad el gobierno local y las organizaciones cívicas? Los indígenas quichuas en Guayaquil constituyen uno de los núcleos inmigrantes más visibles y activos; sin embargo, no hemos sabido de ordenanzas que hayan establecido una acogida regulada a estos compatriotas que sobreviven en medio del aislamiento en el puerto. ¿Hay escuelas en las que se imparta la educación bilingüe? ¿Cómo se preservan la lengua y la cultura quichuas?

¿Qué sabemos de los ritos ancestrales en un espacio urbano de ilusoria modernidad? ¿Qué han hecho las universidades para redescubrir, en el mundo indígena, no solamente a cargadores de mercados y vendedores de verduras en los barrios o comerciantes de artesanías sino a emprendedores en diversos campos? ¿Qué podemos aprender los mestizos de los quichuas? Como se ve, no hay que subir aparatosamente a la Sierra para percibir la trascendencia social de los indios en Guayaquil. A nadie debería exigírsele, si no quiere, que comparta su mesa con un indio, pero se deben asegurar, eso sí, políticas públicas que hagan más vivible el lugar multicultural que define a Guayaquil.

Fotografía tomada de EL UNIVERSO

Yasuní, un ecosistema ¿con los días contados?


Artículo publicado en (o) ecco de Brasil

Fue la primera vez que compartía una asignación con mi compañero fotógrafo Francisco Ipanaqué: recorrer durante diez días la provincia de Sucumbíos, frontera con Colombia, en la zona de mayor presencia guerrillera de las FARC, en busca de zonas que puedan atraer al turismo local e internacional.

¿Propuestas de turismo en Sucumbíos? La idea me retumbó en la cabeza por la gran cantidad de noticias relacionadas con la violencia armada, precisamente en aquella zona.

Partimos desde Quito, capital del Ecuador, 14 kilómetros al sur de donde la línea ecuatorial divide en dos hemisferios al planeta. Descendimos por la cordillera oriental, pasamos al pie del Reventador, un volcán activo que en más de una oportunidad, en la última década, ha cubierto de ceniza a la capital de los ecuatorianos.


En la zona urbana y periurbana, es decir en el corazón de los asentamientos colonos en Sucumbíos y en su entorno inmediato, los efectos de la explotación petrolera eran evidentes: piscinas negras y viscosas, torres metálicas de las cuales salían enormes lenguas de fuego, vegetación reducida a una hojarasca amarillenta y seca, tubería oxidada cortando la exuberante capa vegetal desde y hasta donde se perdía la vista.

Para huir de aquel panorama, avanzamos hasta un embarcadero en el río Cuyabeno. Abordamos una pequeña panga que durante cuatro horas nos internaría hacia el este, en busca de los humedales.

Justo cuando el sonido del motor fuera de borda empezaba a adormecernos, el guía detiene la marcha; camina tambaleante al centro de la embarcación ante nuestra mirada absorta y con la mano derecha da breves golpecitos en la borda de estribor. Tras quince segundos –que fueron como horas en medio de ese infinito silencio - el melón de un delfín rosado se asoma tímidamente, emite un resoplido y nuevamente se sumerge.

La experiencia nos había dejado atónitos: ¡Cetáceos de agua dulce!

Fue como despertar del aletargamiento del viaje. En torno a nosotros ya no estaba ninguna de las dos orillas del río. La inundación rodeaba las copas de los árboles. Habíamos llegado a la reserva del Cuyabeno, vecino más próximo y hermano menor de la reserva del Yasuní, en donde está una de las biósferas más grandes y completas del mundo.

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