viernes, noviembre 26, 2010

Y ahora qué, ¿a la picota?

Los cielos limpios de la Cuenca de la década del setenta eran perfectos para la materia Lugar Natal. Fueron las clases más entretenidas: Dejábamos las aulas para recorrer, primero, el perímetro de la escuela; luego nos arriesgábamos hasta los límites del centro histórico, más tarde llegábamos a los prados, a quince minutos de recorrido desde el viejo local de la escuela.

Hubo una caminata que se nos grabó de forma intimidante. Fue la visita a La Picota, una columna piramidal levantada en 1787 con cal y ladrillo, en cuyos vértices superiores sobresalen, horizontalmente, cuatro bloques –zoomorfos– de piedra, sobre ellas un monolito con una extraña figura.

“Aquí colgaban a los delincuentes, para el escarnio público”. Resultaba fácil sobrecoger a niños de ocho años con aquellas palabras. Ver, desde casi tres metros más abajo, esos bloques de piedra –imaginando a seres humanos colgando de sus pescuezos– era perturbador.

Todos regresamos temerosos a casa. Y juramos ser más obedientes, no vaya a ser que nuestra “mala educación” nos lleve a delinquir, y por lo tanto a la dolorosa experiencia de terminar guindados en la picota.

En la secundaria, seis años ininterrumpidos nos acompañó la imagen de La Picota. El recorrido del colectivo hasta el colegio pasaba por el barrio El Vecino, el más antiguo de la ciudad y “huésped” de este vergonzoso “monumento”.

Pero el temor ya había desaparecido. Los salesianos –que nos tenían tres de los cinco días de la semana aprendiendo oficios prácticos en talleres– decían que la delincuencia no siempre es producto de un mal corazón, sino fundamentalmente de la pobreza. Y aunque no la justificaban, decían que solo así, aprendiendo oficios, se la combatiría. Y, por ende, también a las picotas, pensaba.

Hoy tengo la impresión de que se quiere regresar a los tiempos de la picota. ¿Las pruebas? Decenas de mensajes en redes sociales que comentaban rabiosos la muerte de Bruno Barcos Betancourt, y otros que daban cuenta de la detención de dos sospechosos…

Mensajes, algunos, que, de la misma forma que lo hace la delincuencia, olvidaban los principios básicos de la convivencia humana, el Estado de derecho, la presunción de inocencia, y exigían picotas. ¿Que no nos debe preocupar? ¡Algunos de los que dejaban mensajes eran periodistas! Por qué no preocuparnos entonces.

No vivo en Guayaquil y por ello no siento el estado de desamparo ante la delincuencia en la que están sus ciudadanos. Pero la muerte de Bruno Barcos, que agitó el asunto e incluso sentó al gobernador Cuero y al alcalde Nebot a hablar de cómo enfrentar la inseguridad, deja también otras lecciones.

Una de ellas, la más visible, es la inequidad. En la marcha del martes anterior León Noboa, Juana Cantos, Norma Durán, Daysi Mera, Marilú Álava, Mariana Arzube… por citar unos nombres, también perdieron a sus hijos en manos de la delincuencia, solo que sus casos no fueron prioridad para Policía ni Fiscalía. Jerson García Jaramillo y Francisco Franco, dos niños que también murieron por la delincuencia, no tuvieron un padre periodista. Ni más periodistas alentando que se levanten versiones contemporáneas de picotas.

Nada debe justificar la violencia y la agresión. Ni siquiera la misma violencia.

No creo que en el retorno a la picota esté la solución.

Artículo publicado en EL UNIVERSO

lunes, noviembre 22, 2010

Prejuicios sobre la sala de redacción

Mi padre se hizo fotógrafo por amor: adolescente, se enroló en un conocido estudio cuencano buscando la oportunidad de enamorar a mi madre, que laboraba en ese lugar.

Por eso nunca pasó por el colegio; decidió seguir una maestría en la universidad de la vida. Sesenta años después, inauguraba una exposición de su trabajo en blanco y negro: la selección de lo mejor de su archivo de seis décadas sobre el patrimonio edificado de Cuenca.

En aquella reciente exposición, y por primera vez en las más de diez muestras realizadas, se contactó a un curador, experto en arte, dueño de una galería y con estudios formales en la materia.

Mientras el curador seleccionaba las obras, teorizaba sobre el manejo cromático, las líneas y sus proyecciones, la composición, los planos, la luz… Y a cada comentario académico sesudamente argumentado, mi padre fruncía el ceño y mostraba un rostro de incertidumbre.

“Nunca he pensado en esos efectos, pero si él lo dice, así ha de ser”, comentó en voz baja para no indisponer al crítico que miraba, analizaba y reflexionaba –con especulaciones, a ratos– sobre cómo había sido tomada la fotografía que a mi padre le costó solamente calcular luz y velocidad, cerrar el ojo izquierdo, apuntar y disparar.

Esa sensación de incertidumbre paterna ante el discurso académico se me vino a la memoria esta semana cuando asistí a un encuentro de “actores sociales” y promotores de universidades y organismos no gubernamentales, reunidos para hablar del papel del periodismo en el Ecuador y los “elementos para una lectura crítica de la prensa”.

Absorto, escuchaba un discurso que deshilvanaba complicados tejidos de supuestas “relaciones entre periodismo, estatus quo y stablishment”. Conclusiones que, sin dar oportunidad a la duda, mostraban una prensa como herramienta para mantener intacto el poder económico de este país.

De todos los asistentes, fui el único que nunca se percató de aquello, pese a que por 15 años había estado dentro de redacciones de diarios nacionales, regionales y locales.

Casi se podía concluir, como una verdad indiscutible, que la planificación al interior de las redacciones de todos los medios privados, sirven para trazar una agenda que “dé soporte al poder constituido”. Que pone en escena un país ficticio que lo único que pretende es “excluir a la sociedad y sus grupos organizados: niños, mujeres, ONG, trabajadores, obreros…”.

Generalizaciones –no todas– y argumentaciones desde fuera –la mayoría– construyeron una realidad acomodada al discurso teórico, sociológico y hasta político-reivindicativo en torno a unos medios privados, en realidad internamente desconocidos por los interpelantes.

Mi reflexión fue que, mientras se sigan construyendo conceptos con argumentos prejuiciados y sin una mínima verificación experimental, la polarización y divorcio entre medios privados e instituciones –que buscan despliegue en esos mismos medios–, será cada vez más peligroso y perjudicial.

Quizá cuando se considere en el debate el afán constructivo de la agenda de las salas de redacción de la mayoría de medios privados, donde obreros de la palabra se juegan 25 horas al día por un producto altamente perecible, se dará el espacio de respeto, tolerancia y aceptación mutua en la búsqueda de consensos.

Todo lo demás, es especulación.

Artículo publicado en EL UNIVERSO

jueves, noviembre 11, 2010

El pecado del periodista Guerrero


“Lo que pasa es que mi título dice: ‘comunicadora social’, y por eso puedo hacer periodismo y asesorar a cualquier personaje”.

Ese fue el argumento que la ex compañera de la Escuela de Periodismo daba como respuesta a la pregunta –en realidad una recriminación– ¿Si te crees periodista, cómo es que decides asesorar a un político?

La recriminación disfrazada de pregunta no logró su real objetivo: motivar una mínima reflexión sobre los antagonismos, las distancias, las diferencias, la incompatibilidad entre periodismo y relaciones públicas; entre periodismo y asesoría política. El escudo perfecto, la justificación, consistía en endosar los argumentos de este evidente conflicto de intereses, a los alcances del título universitario que ampulosamente rezaba: “comunicadora social”.

La ex compañera en mención activó la puerta giratoria irresponsablemente instalada en el umbral de los dos oficios: periodismo y relaciones públicas, y que constantemente es utilizada por los reporteros para pasar de un lado al otro de la práctica de una “comunicación social” interpretada, desde luego, con todos sus sesgos e intereses. La figura de la puerta giratoria corresponde, lo cito, al periodista colombiano José Hernández en su libro Periodismo: ¿oficio imposible?

Por ello resulta tolerable que aquel periodista que se codeó con el poder del asesorado, o que incluso terminó desplazando a su asesorado para asumir el cargo que lo vincularía directamente con el poder, regrese sin remordimientos a su anterior papel de periodista, de “comunicador social”, con la convicción de que su poca o mucha credibilidad permanecerá intacta hasta el final de los tiempos.

Y peor aún cuando muy poco se reflexiona en ciertas facultades de Comunicación Social sobre la incompatibilidad de estos dos oficios, y más bien las convierten en tareas compatibles y “forman” a los futuros profesionales con estas dos opciones desarrolladas en una misma malla curricular, con materias troncales, sin reparar en las diferencias abismales ocultas en las intencionalidades de cada una. La incompatibilidad radica, especialmente, en que una de las esencias del periodismo es mostrar la verdad, aquella verdad que las relaciones públicas –o las asesorías políticas– intentan ocultar.

Con estas premisas, entonces, me permito reparar en que el verdadero pecado del periodista Hólger Guerrero, quien ha declarado como testigo en el proceso que investiga la sublevación policial del 30 de septiembre anterior, es el hecho de pasear por aquella puerta giratoria y simultáneamente pretender ser periodista y asesor de un político del partido de gobierno. Esa es, en realidad, la versión deformada de un “comunicador social”.

Guerrero dice haber ejercido la comunicación social 26 años consecutivos. Pero no han sido suficientes como para tomar consciencia de que el mayor patrimonio de un periodista es su credibilidad. Y la puerta giratoria de las relaciones públicas y la asesoría política minan la credibilidad de quien todas las mañanas toma un micrófono y busca aproximarse a los hechos.

El pecado del periodista Guerrero debe servir como tema de debate al interior de las aulas universitarias y sus escuelas de periodismo, sobre la incompatibilidad de estos dos oficios.

Porque solo el fútbol o la política pueden aguantar los cambios de camiseta de la puerta giratoria. El periodismo, sencillamente, no.

Artículo publicado en EL UNIVERSO