martes, junio 14, 2016

La paciencia infinita existe y es cuencana


En un sector de la avenida 12 de Abril, que corre paralela al río Tomebamba, existe un semáforo que en las noches funciona como medidor de la paciencia, la infinita paciencia, del conductor cuencano.

Es un semáforo peatonal que permite el acceso de cientos de miles de estudiantes universitarios, pero queda activo durante toda la noche: allí no hay una intersección vehicular, y en la noche y madrugada no hay alumnos. Y a veces, en las desoladas y heladas madrugadas morlacas, he visto a más de un conductor esperando la luz verde para cruzar. Es una soledad de vértigo, desolación total, y sin embargo, unos cuantos conductores esperando que el aparato dé tráfico a nadie. Así, pacientemente, muchos esperan que la luz verde les conceda el permiso de circular. Es el perfecto “paciencímetro” de la actitud religiosamente pasiva que muchas veces tenemos.

Pero no es el único medidor: los trabajos que han minado decenas de vías en la ciudad es otra muestra. La reconstrucción de la avenida Ordóñez Lasso y la construcción del tranvía son perfectos indicadores.

En el primer caso, la obra debía dignificar el ingreso oeste a la ciudad. Consiste en la ampliación de la vía con trabajos que se iniciaron en abril del 2015 y debían terminar un año después con la inversión de 20 millones de dólares. Pero lo que se ve hoy por hoy es la muerte paciente y lenta de decenas de negocios familiares; la parsimoniosa agonía de los llamados “frentistas” resignados a seguir batiendo lodo o tragando polvo, mientras a los responsables les toque la conciencia –o les despierte el miedo de una reacción ciudadana– y se pongan en serio a trabajar en esta obra.

Allí llevan un año sin transporte público, sin movilidad, solo mirando cómo ocasionalmente se tiende algo de hormigón o se cava un hoyo que luego quedan abandonados. Sin que ningún fiscalizador público –como la prensa, por ejemplo– levante la voz en serio y les diga: ¡Basta! ¡Carajo ya basta! ¡Están muriendo!

El cuento del Tranvía es otro indicador: pulverizaron las vías más importantes del Centro Histórico, pero la obra no progresa. Allí los negocios también mueren, los hoteles dejan de recibir a los turistas, porque los turistas no tienen la paciencia cuencana y prefieren hospedarse en cantones o cambiar de destino. Son turistas. Pero el mismo “quemeimportismo” es evidente y nos resignamos ante declaraciones públicas huecas que ofrecen “hacer todos los esfuerzos” o “nos mantendremos vigilantes” y “en los próximos días lo haremos”.

La obra les ha desbordado. Se les ha ido de las manos y tomará mucho tiempo recuperarnos del caos total que se ha generado, mientras esos brillantes vagones permanecen inmóviles en un –también– destartalado patio de maniobras que para estar a tono con el resto de la obra permanece a medio hacer.

Ni la intervención de la Defensoría del Pueblo ha sensibilizado a los responsables de poner en marcha el Tranvía Cuatro Ríos. Y el tema pasa a fiscalización porque, según el Gobierno, se han entregado los recursos.


Quizá los pasivos cuencanos debemos aceptar que de vez en cuando no estará mal violar la luz roja del semáforo peatonal en las madrugadas desoladas o plantarse frente a los despachos de los involucrados en las tareas que matan negocios y familias para decirles: ¡Basta! ¡Carajo ya basta! ¡Estamos muriendo! (O)


Artículo publicado en EL UNIVERSO 

Foto: La Hora

martes, mayo 10, 2016

El terremoto partidizado

Suspender la sabatina. Eliminar a la responsable de todos los males. Inmolarla y convertirla en la reivindicadora de todos los pecados. Su ostracismo como la única sentencia que nos podrá sacar del estancamiento económico y de la tragedia misma del terremoto. Reduccionismo en su máxima expresión.

Sí, a eso se han reducido los males de la patria: ¡a la sabatina!

Y las redes sociales lo repiten como responsos, mantras, penitencias o evidencias de la profundidad del coyuntural debate político-público: eliminar la sabatina.

Los analistas lo plantean como inaplazable decisión que transparentará la política del gobierno de turno. La muerte de la sabatina como el renovado “algodoncito santificado” que en su momento circulaba en los templos del siglo XVIII para curar los males de la humanidad: guerras, hambrunas, enfermedades, inequidades, discapacidades… ¿Es de verdad esa la medida de la vara con la que debemos mirar los acontecimientos de las últimas dos semanas en este atribulado pedazo del planeta llamado Ecuador?

El afán de posicionar discursos en el debate de lo público, tanto desde el Gobierno cuanto desde la oposición, es el verdadero ruido en la razón que ha movilizado a cientos, miles, cientos de miles de ecuatorianos que autoconvocados en la solidaridad han dado muestras de lo que verdaderamente somos: una patria solidaria que junta sus manos mientras en el espectro irreal de las redes sociales y de los medios de comunicación –en los que están obsesionados o hipnotizados al límite de la enajenación– los opinólogos, sabelotodo y expertos consultores le buscan esa utópica quinta pata al gato, con profundas conclusiones: ¡la sabatina!

Lo de las medidas económicas mejor ni abordarlas, especialmente “entre los que tenemos” un patrimonio mayor al millón de dólares. Me recuerda a un paradigmático capítulo de la política local cuencana de hace poco menos de un año cuando cientos de “no borregos” salían de la mano de la oligarquía más rancia a protestar por un proyecto de ley de herencias que jamás les afectaría. En esas mismas semanas de protestas la administración municipal elevó en un 100 por ciento el costo del agua potable y nadie se acordó de cuestionar la medida. Y después de tanto desgañote callejero, seguimos con nuestros patrimonios intactos y el “agua de la llave” al doble del costo.

Y así, mientras un verdadero país reconstruye, se solidariza, extiende su mano, acepta, se conmueve, dona, renuncia, apoya y vuelve a reír, los actores de los 140 caracteres siguen cacareando ¡la sabatina!, ¡la sabatina!, ¡la sabatina!

Personalmente me siento enfrentado a una guerra ajena. Y por esta ocasión no me importa si me confunden a mí particularmente. Pero creo que más nos importa a muchos que esta suerte de guerra ajena no termine por colocaren medio a los compatriotas que luchan por cosas más importantes que el color de un partido.

La guerra de Manabí y Esmeraldas es por comida, agua, refugio, vestido, información. Su lucha es por futuro.

Y así, con la esperanza de dejar nuestra área de confort reducida a un teléfono móvil, un monitor o 140 míseros caracteres, salgamos a vivir y compartir de verdad con el verdadero terremoto y reconstrucción. Más allá del terremoto partidizado, salgamos al país verdadero.


Amén. (O)

Artículo publicado en EL UNIVERSO